domingo, 13 de abril de 2008

Amarina tiene frío y no puede dormir. La finca está solitaria y a oscuras. Su novio, Lolo, su hermano, Federico, y la novia de su hermano, Carmen, se han ido a bailar a una de las dicotecas del pueblo. Ella decidió quedarse, la discusión que tuvo con Lolo y los indicios de gripa la indispusieron y la obligaron a irse a la cama. Después de estar una hora con los ojos cerrados y de dar vueltas esperando el sueño, decide levantarse y tomar leche. Camina con algo de miedo, ese que produce la mezcla de oscuridad y soledad, y enciende la luz de la cocina. Abre la nevera y saca la leche. Mientras busca la sartén escucha el sonido de la campanilla que cuelga del collar de Sombra, su perra labrador negra. Sombra entra a la cocina y Amarina se agacha para acariciarla, se pone de pie y busca en la alacena una galleta para su perra. Después de servir la leche caliente en un pocillo apaga la luz y sale de la casa, se sienta en la banca de madera que está al lado de la puerta principal. Sombra se sienta a su lado aún soboreándose la galleta. El silencio, interrumpido sólo por el cantar de las chicharras, le permite a Amarina darse cuenta de lo único que realmente desea: tener la capacidad de hacer que el tiempo pase más lento, de detenerlo, incluso. Así podría darle más tiempo a la ira de calmarse, al dolor de apaciguarse, a la tristeza de llegar e irse, a la alegría de durar un poco más, al miedo de manifestarse, y al amor de agonizar menos rápido. Pero, sobre todo, le permitiría darle más tiempo a aquellos momentos que se viven con los ojos cerrados. El último sorbo de leche, el pocillo en el lavaplatos y Amarina en la cama fría, casi mojada. Con más dolor de cabeza que sueño, ese que producen los deseos que no se deben desear.

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