lunes, 14 de abril de 2008

10pm

Es la hora la que me pone susceptible. Siempre, alrededor de las diez, cuando ya estaba metida en mi cama, sonaba el teléfono. Yo me levantaba, a veces con pereza y otras con un ánimo extraño, y al tercer timbre ya estaba descolgando la bocina. Me sentaba en el frío piso de baldosa y conversábamos largo. Después de colgar, me iba corriendo con una sonrisa hasta mi cama y me tiraba en ella, tiritando de manera voluntaria para generar un poco de calor. Allí fue cuando decidí comprar un tapete y ponerlo al lado de la mesa del teléfono. En ocasiones hacía tanto frío en la sala que tenía que detener nuestra conversación para ir en busca de un saco y unas medias. Allí fue cuando decidí comprar un teléfono inalámbrico. Podía escuchar tus historias en el calor de mi cama y hasta podía llamarte, sin moverme de mi cómoda posición, cuando no podía dormir. En las noches más calurosas esperaba tu llamada sentada en el balcón. No había nada más hermoso que compartir historias y fumar por teléfono, vos por tu causa y yo por la mía, pero ahí, acompañándonos en el letargo y en el silencio. Cuándo dejaste de llamarme dejé de dormir. Allí fue cuando decidí cerrar la puerta del balcón, tirar el inalámbrico por la ventana y deshacerme del tapete.

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