Estaban sentados en un parque de Buenos Aires a la sombra de un enorme y florecido jacarandá. Conversaban animados. Él con un dulce acento argentino -adquirido desde la cuna-; ella con su colombiano de nacimiento trastocado por seis meses de sonoridad gaucha.
La brisa primaveral soplaba con fuerza y desprendía, de cuando en cuando, una florecita lila del jacarandá. Ambos guardaban silencio, se miraban, jugaban con las manos y pasada la ráfaga uno de los dos reiniciaba la conversación.
Hubo un momento en el que a ella se le escapó un suspiro. No hubo viento. Allí comenzó el silencio propio de las despedidas. El se acercó a ella, la abrazó y disolvió la primera lágrima con su pulgar derecho antes de que ésta terminara de recorrer la mejilla. La miro a los ojos y le dio un beso en la punta de la nariz que la hizo sonreír.
- Yo siempre he estado buscando algo sin saber realmente que es. Ahora siento que lo he encontrado y vos hacés parte de eso... Pero no me puedo quedar...
- ¿Por qué?
- Porque tengo que volver a Medellín. No puedo dejar a mi familia así no más. Igual debo terminar lo que tengo empezado... Me faltan dos años de universidad. Cuando me gradúe, vuelvo.
- Nena pero podés estudiar acá también...
- Sí pero allá tengo quién me la pague y tengo trabajo, así podré ahorrar para volver.
- ...
- Yo sé que dos años son mucho tiempo. En dos años la situaciones cambian, yo cambio, vos cambiás... pero si realmente esto es lo que siempre he esperado, va a ser para mí.
Igual vos podrías ir alguna vez a visitarme... Yo a vos te quiero un montón y sé que todavía nos faltan muchas cosas por compartir...
Se abrazaron de nuevo, se dieron un beso con tintes de dolor, caminaron de la mano por las Barrancas de Belgrano y en la noche se despidieron en el Ezeiza.
Sólo dos días han transcurrido desde esa premonición.
Que por favor así sea. Y que yo esté cerquita para limpiar lágrimas también.
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